lunes, 28 de mayo de 2007

Escritores y estudiosos


Con mayor frecuencia de lo deseado, leemos algunos comentarios despectivos que, recíprocamente, se dirigen los escritores y los estudiosos de la literatura. Unos y otros marcan sus respectivos terrenos, se miran con cierto desdén y mutuamente se reprochan desconocimiento, torpeza y, a veces, presunción.
Los escritores se jactan de su originalidad, de su libertad y, en ocasiones, de su genialidad; los estudiosos presumen de su ciencia, de su rigor y de su agudeza crítica.
En nuestra opinión, este distanciamiento, que viene de antiguo y tiene su origen en unos injustificados prejuicios originados por rivalidades pseudoprofesionales, genera unas consecuencias negativas tanto para los unos y como para los otros, y, lo que es más grave, perjudica a sus respectivos públicos que, en cierta medida, son los mismos.
Si esta proverbial y mutua incomunicación debilita la enseñanza de la historia y el aprendizaje de la crítica literaria, -excesivamente teóricas e inconsistentes-, y si margina la creación, que se valora como un simple medio de juego y de distracción, sin duda alguna, los mayores perjudicados son los alumnos y los lectores en general.
Hemos de reconocer que todos somos un poco responsables de que la creación literaria y las tareas académicas estén divididas en compartimentos estancos que no se comunican entre sí, y de que, además, trabajen de espaldas a aquella realidad que se salga del estricto ámbito de sus afanes inmediatos.
Quizás unos y otros no sean conscientes de que la comunicación fluida nos enriquece a todos ni de que los mayores beneficiarios son los alumnos y los lectores. Deberíamos copiar el modelo de algunos autores ejemplares como, por ejemplo, Jorge Guillén, Dámaso Alonso, Pedro Salinas, Gerardo Diego, Carlos Bousoño, Manuel Alvar, Antonio Prieto, José Luis Tejada, Tomás Albaladejo, Esteban Torre, Isabel Paraíso, Jacobo Cortines, Manuel Ramos, Ana Sofía Pérez Bustamante y tantos otros, que compaginan las tareas de la escritura y los afanes de la enseñanza y de la investigación, sin dar síntomas de esquizofrenia. La habilidad literaria no impide ni dificulta el estudio profundo de los textos sino que, por el contrario, lo fundamenta y lo potencia. Recordemos que la enseñanza y la investigación sobre la literatura se han de apoyar en la “filología”, en el amor respetuoso y vehemente a la palabra.Reconocemos que algunos profesores, con sus análisis enrevesados, enigmáticos y pedantes, han dado ocasión para que los escritores contemporáneos menospreciaran sus toscos y rutinarios comentarios y que desconfiaran de ese aparato críptico que suelen manejar.
Es verdad que a esta ojeriza han contribuido notablemente los excesos de las tendencias últimas de la Teoría de la Literatura, que han alumbrado un metalenguaje hermético e ininteligible fuera de los círculos universitarios, más allá de ese reducido plantel de iniciados que emite solemnes sanciones. Pero, sería exagerado e injusto abominar de toda una tradición crítica por las torpezas de algunos comentaristas.
Tampoco podemos llegar a la conclusión de que la desidia intelectual o la pedantería de algunos profesores invalidan ese arte y esa técnica que han cultivado eminentes y cualificados “lectores” que, desde aquellos padres venerables de Alejandría llegan a nuestros días.
Es cierto que para elaborar una obra original, un poeta no necesita conocer demasiada teoría, pero también es verdad que tampoco le vendría mal dominar el funcionamiento de los mecanismos del lenguaje literario, conocer el secreto de sus resortes y acercarse, de vez en cuando, a los que se dedican a la fascinante tarea de sumergirse a las profundas aguas de la teoría literaria para interpretar las complejidades y para valorar los apasionantes enigmas de la belleza.