domingo, 27 de mayo de 2007

Los libros

La cuestión no es coleccionar muchos libros, ni leerlos, ni siquiera memorizarlos, sino digerirlos. ¿Se han dado ustedes cuenta de la reacción generalizada de rechazo que provocan los “eruditos”, esos señores que dan la impresión de ser diccionarios andantes, libros de citas, recopilaciones de fechas, repertorios de lugares o, incluso, prontuarios de ideas?
Y es que los libros, a pesar de los elogios que le dedican permanentemente, son meros soportes de signos significantes cuyos significados dependen, en gran medida, de las aportaciones de los lectores. Las palabras y las ideas enlatadas -igual que el atún- nos alimentan cuando las asimilamos, cuando, gracias a los jugos gástricos -de nuestras propias ideas y de las experiencias personales-, hacemos una buena digestión.
El mero traslado físico de las palabras a la mente del lector puede ser una aportación tan exigua, tan escasamente provechosa, como el transporte de un libro de una estantería a otra. Los libros pueden adornar una habitación y las palabras pueden decorar un discurso pero, si no están convertidos en sustancia propia, si no aumentan nuestra capacidad de interpretación de la realidad cotidiana, si no enriquecen nuestros recursos para resolver los problemas de la supervivencia y la potencia de nuestras luces para iluminar los conflictos de la convivencia, pueden llegar a ser, incluso, unos serios obstáculos para el bienestar humano posible.
Por eso, me permito insistir en que, en vez de leer muchos libros, hemos de leer mejor. Todos sabemos que el índice de compras de libros no expresa el nivel de lectura ni el número de páginas leídas corresponde al volumen de información asimilada. Hay quien, por ejemplo, lee el periódico como si fuera un listín telefónico, y una obra histórica como si fuera un periódico y una novela como si fuera una historia.
No advierten que cada género exige unas claves interpretativas y unas medidas valorativas diferentes. Opino que, en la campaña para la lectura, deberíamos insistir más en la calidad de la lectura que en su cantidad, y pienso que deberíamos orientar la promoción de ventas en la selección de obras más que en su acumulación. Por eso comprendo a María Antonia, que de la misma manera que periódicamente, regala a las bibliotecas públicas los libros que juzga que no volverá a releer.
Recuerdo el comentario que escuché a Fernando Quiñones: “Soy un lector y un escritor, pero no un bibliotecario, por eso me desprendo periódicamente de la mayoría de las obras que ya he leído”. Me atrevo a ir un poco más lejos: deberíamos, de vez en cuando, deshollinar nuestra memoria, para limpiarla de las telarañas mentales, de las ideas, de los pensamientos y de las convicciones que ya no nos sirven.
Una limpieza a fondo de la mente es tan aconsejable como el barrido que periódicamente hacemos de nuestros hogares; la higiene mental exige que desechemos esa información sobrante que nos aturde, nos bloquea y nos empacha. También el espíritu debe evacuar periódicamente las basuras y una de las funciones de la memoria es olvidar.